A manera de cuento.
Conocí a Alicia un día en que aburrida le dijo a su mamá que quería una muñeca o una niña para jugar porque estaba muy sola. La madre, directora de una importante empresa de almacenaje, y pronta a atender los reclamos de la niña, tuvo a bien buscarle a alguien con quien jugar. Pensó en comprarle algún juguete pero, tenía ya tantos que uno más no sería diferente.
Tenía en la empresa a su cargo un hombre eficiente con muchos años de servicio. Sabía dicho por él mismo que tenía tantos hijos como meses tiene el año. El dinero no alcanzaba para mantenerlos.
La Directora pensó que si una de sus hijas la ¨adoptaba¨ por un tiempo pagándole todos sus gastos, educación, alimentos, etc., sería una gran ayuda para el trabajador que además era muy estimado por ella por trabajador y educado.
Habiendo muchas bocas que mantener -pensó el hombre- si una se le iba sería una cucharada más de frijoles para los demás.
Así que preguntó una mañana a sus hijos, ¿Quién quiere ir a vivir con una señora rica que les dará lo que nunca han soñado?
¡Yooo!
Si, yo levanté la mano, a los diez años decidí el rumbo de mis sueños.
Una mañana de junio emprendí la partida a un mundo mejor lleno de juguetes y ropa sin remendar, sin hermanos que jalaran las trenzas ni que se pelearan por ver quien ganaba la primicia de leer ¨Leyendas de la Colonia¨, revista que era permitida sólo a los mayores. Los pequeños debíamos conformarnos con lo que platicaran los hermanos bajo las sábanas en un mundo de ruidos callejeros y fantasmas escapados de debajo del puente de El Contadero.
Guardé con ayuda de mi madre la poca ropa que tenía, la que no compartía con mi hermana mayor. Una llave que abría los recuerdos felices con sólo cerrar los ojos y un dejo de tristeza guardado en la bolsa donde mamá compraba las frutas y verduras con las que aplacaba el hambre feroz que siempre teníamos.
Agarrada de la mano de mi madre y de Juan -el gemelo mayor- que iba dejando regadas en el camino las huellas de mi sonrisa para que a su sonido pudiera regresar sin perderme, emprendimos la ruta hacía un destino insospechado.
Mamá me dejó en esa casa enorme donde una niña rubia, con pecas y un conejo de peluche más grande que yo me dio la bienvenida escudriñándome cada poro de mi piel. Sin sonreír me veía con sus ojos verdes llenos de preguntas.
Yo con mi pelo largo negro, morena y seria era todo lo que no esperaría de un juguete vivo.
Mamá y Juan se despidieron de mí, después de darme un abrazo que se repetiría por dos largos años en los que la separación era cada vez más difícil. Cerrando la reja partieron sin mirar atrás a la niña que se quedó con dos lágrimas temblando en las pestañas. Después de esa primera partida, las lágrimas serían mis compañeras inseparables de vida.
Alicia después de escudriñarme y viendo que no ofrecía mayor peligro se puso feliz, por fin tendría con quien jugar. Una muñeca de carne y hueso que haría lo que fuera con tal de ser aceptada en esa casa que nunca -con el tiempo lo sabría- sintió de ella.
Ropa, zapatos, juguetes, paseos, comida deliciosa, manjares exquisitos que jamás imaginé existieran y un conejo de peluche sentado en el rincón de la recámara que no era ni sería nunca mía. ¿Por qué querría que todo fuera mío? Sólo mío.
Alicia en el espejo mirándose todos los días, trenzando su rubio pelo tan brillante como el sol, me veía tratando de meterse en mi cabeza queriendo comprender porqué todas las noches me paraba de puntitas tratando de alcanzar a la Virgen del Socorro que con su hijo me veía desde arriba.
Por las noches cerraba los ojos pensando en mis padres y hermanos que habían quedado lejos, lloraba sin fin hasta dormir rendida añorando una vida que dejé sin pensar. No pensé. Si tocaba a la virgen seguro ella los cuidaría aunque la Virgen del Socorro era desconocida para mí.
Juan y mamá venían cada mes por mi para llevarme a casa, sabiendo que al regreso mis hermanos serían indudablemente más extraños.
Un día ya no pertenecí a ningún lado, había perdido mis querencias antiguas y las nuevas no eran lo suficientemente fuertes para extrañarlas. Ahí me quedé niña enfrentándose a sus miedos.
Cuando regresaba a casa trataba de recordar la última travesura en la que había participado con mis hermanos pero, había pasado tanto tiempo que nadie se acordaba, dejando un vacío en mi alma que comenzaba a acostumbrarse a la soledad.
Entonces me hice fuerte, vestí mi corazón de acero y no dejé que en adelante nada ni nadie me lastimara. En busca de mi propio camino amarillo con la soledad grabada para siempre en mi destino, emprendía la marcha hacía la vida.
Nunca entendí porque no pude llevarme bien con Alicia. Ella quería jugar conmigo pero yo la veía tan ajena que no quise ser su juguete ni su amiga, mucho menos su muñeca. ¨No me gusta que jueguen conmigo¨.
Terminó por apartarse de mí yendo a buscar a sus amigos que jamás fueron míos. Ahí supe de la diferencia de clases. Mejor era mi mundo. Ahí supe lo que era ser ¨rico¨ y lo que era ser ¨pobre¨.
Nada fue mío. Perdí el cariño de mi familia porque todo cambió para mí. El poder y la seguridad que da el dinero -aunque no fuera mío- me hizo ser prepotente y orgullosa, sentirme más de lo que era. Cuando regresé a casa ya nada fue igual, yo había muerto poquito. Era una niña pobre con aires de rica que nunca se me quitaron por más que la vida se empeñara en ponerme en mi sitio.
Perdí mi mundo, mi bosque en el que tantas mañanas salí a recoger hongos para comer en familia. Perdí para siempre algo que jamás volví a recuperar: el amor de mi familia, que lo tengo pero algo se rompió.
Me convertí en ser de ningún lado. No pertenezco desde entonces ni a mí misma.
Así he andado por la vida, buscando el camino amarillo. rastreando las migas-sonrisa que mi hermano Juan tiró un día. Perdido el paraíso de pobreza donde fui feliz cambiándolo por uno mejor, para quedarme en el infinito mundo del solitario ser.
Busqué y busqué la casa de chocolate en la que habitaba mi familia pero lo único que encontré fue la indiferencia de mis hermanos y un hueco que jamás se volvió a llenar. Mi madre y mi padre no eran más mi familia. ¿Dónde estaban todos los que se quedaron? ¿Dónde me perdí? ¿Cuál es mi lugar? ¿Adónde pertenezco si es que acaso pertenezco a algo o a alguien?
Me vi en el espejo un día, no me reconocí. La niña feliz que partió a buscar un mundo mejor se había convertido en una señora gruñona que no se arrepiente de querer explorar su destino a tan corta edad, que fue recogiendo al regreso, migas de lágrimas en un mundo desconocido pero que llenó una canasta de besos que encontró y sigue encontrando perdidos en el camino.