En un pueblo de encanto, igualito en el que nací, suceden cosas buenas, malas y milagros.
Se mira el cielo azul lastimoso con destellos de azul platinado al caer la tarde. Unos les llaman estrellas. Yo les llamo milagros. Nacen en destellos incógnitos muriendo al mismo instante.
Los árboles abajo vestidos con hojas verdes, cuyas ramas acogen pájaros de todos colores, entonando trinos irracionales, rodeando los gruesos troncos. Los hombres derriban decenas de ellos bajo el terror de los pajarillos perdiendo a cada sonido de sierra los nidos angustiosos.
También se ve gente cortando árboles, derrumbando nidos de pajarillos que despiertan con sus trinos a la gente del lugar. Árboles meciendo en sus ramas con avecillas chillonas pidiendo comida a sus madres. Ellos nos prestaron sus ramas para poner un columpio llevándose entre subidas y bajadas la risa de mis hermanos y la mía propia. Algunas mañanas nos cobijábamos bajo su sombra después de una larga caminata buscando leña y hongos para que mi madre nos hiciera unas deliciosas quesadillas.
Orejas, señoritas, negros, champiñones, orejones. Un sinfín de nombres de hongos que íbamos echando en la cesta como en cuento de niños.
En el pueblo de arriba había un callejón que al preguntar a los lugareños para dónde llevaba, contestaban: ¨Si va para arriba, lo lleva arriba, si va para abajo, lo lleva abajo¨. Sabiduría pueblerina.
Pasar por ese callejón en las noches era algo que nos daba miedo. Unos cuantos focos alumbraban las pocas puertas que existían. Decían que se le aparecía una mujer que no tocaba el piso y que murmuraba cosas sin sentido. Los que osaban pasar por ahí, apresuraban el paso persignándose para ahuyentar los fantasmas que en su mente existían.
Los pelos se erizaban.
En un portal grande, a mitad de dicho callejón, se encontraba una enorme puerta que daba a la hacienda de los Muciño. Gente pudiente del ¨Pueblo de arriba¨. Manuel Muciño, hijo del señor de la hacienda. Buen muchacho y mejor estudiante. Se le veía sobre su caballo fino, sombrero y chaquetilla vaquera. Guapo como era, tenía a las muchachas disputándose su amor.
Pero Manuel tuvo la desgracia de jugar con una pistola de su padre, írsele un tiro y matar a otro joven que estaba en mal lugar. La hacienda se llenó de dolor debido al suceso y tuvo que irse del pueblo. Nunca más se supo de él. Un moño negro anunciaba la muerte del otro muchacho. Otro miedo que se sumaba a los ya existentes.
Situada a la orilla de la 'Carretera del Diablo' -llamada así por las curvas peligrosas en las cuales había muchos accidentes- se encontraba la casa de la señora Elena, mujer delgada y alta que tenía la mala costumbre de asomarse a la ventana en las noches más oscuras o de lluvia torrencial.
Sobre sus hombros llevaba una capa tejida por sus huesudas manos. Falda hasta los tobillos y un suéter sobre otro. ¨El frío cala más fuerte a las flacas¨ decía mi madre. Los que teníamos que pasar por su casa, lo hacíamos rápido de manera que no nos viera o no volteábamos a ver su ventana donde se escondía detrás de la cortina que se había tornado gris por el tiempo.
Prendía una vela poniéndola sobre su mesa. Después de asomaba a la ventana cuando menos lo esperábamos. Sus ojos verdes resguardados por unos lentes antiguos, así como si fueran de gato, nos miraban de una forma que parecía que despedían destellos, haciéndonos correr sin voltear para atrás.
Una cadena atada a los lentes le permitía no perderlos. Elenita pertenecía a la rancia familia de los Almaraz antiguos. Los que tenían grandes extensiones de tierra, caballos, vacas y cerdos. Los Almaraz pudientes que fueron muriéndose quedando sólo los Almaraz pobres.
Pariente lejana de la abuela, Elenita tenía una casa tétrica llena de macetas. Grandes alcatraces adornaban la entrada. Azucenas, crisantemos, malvones, pensamientos, etc. Los árboles de duraznos y peras estaban a la entrada. La casa tenía grandes arcos por los cuales ella aparecía cuando mi madre nos mandaba por algo. Uno escondiéndose tras del otro para que no tuviera puestos sus ojos de gato en nuestra carita asustada. Sonreía al oír nuestros titubeos y se acercaba para acariciarnos la cabeza pero nosotros la esquivábamos con miedo. Ella sólo sonreía y no dejaba de vernos con sus ojos de gato.
La casa de la abuela era muy grande. Tenía los chiqueros en un ala del patio enorme. Los chiqueros donde guardaban a los cerdos, eran limpiados por mi hermano debido al castigo impuesto por la abuela ya que mi hermano era muy latoso y le sacaba canas verdes a mi madre.
-Si sigues dando lata te voy a llevar con Elenita- decía mi madre al latoso en turno. Dicho esto, todos no quedábamos quietos... menos él. Ella cumplía la amenaza mandando a mi hermano a la abuela para que esta lo pusiera a lavar a los cerdos y darles de comer. Tallaba el suelo con jabón en polvo, espantando a los cerdos a una esquina y luego echaba agua para enjuagar los chiqueros Terminando esto, les preparaba la comida. Cema con agua hecha en grandes palanganas era lo que les daba de comer. Cumplido el castigo, regresaba a casa riéndose y presto a seguir haciendo travesuras. Así era él.
Mi madre tenía muchos recursos para mantenernos quietos. ¨El señor del costal¨, el cable de la luz, el lazo de la persiana. Todos eso no era suficiente para mantenernos quietos a la bola de chamacos que no nos quedábamos en paz en ningún momento.
Pero mi madre tenía las palabras mágicas para ponernos en paz: -Te voy a llevar con Elenita-. Santo remedio, nadie se movía por un rato para después volver a lo mismo.
Elenita nunca supo el miedo que nos daba. Cuando murió respiramos tranquilos por un tiempo hasta que llegó Pancho y su mamá. Dos criaturas sui generis. Ella muy chiquita alcanzando menos del metro y medio de estatura y su hijo, un muchacho enfermo mental que en la oscuridad de la noche se ponía a gritarle a la luna y quien moriría mucho tiempo después a manos de un pariente lejano que en una noche de maldad, le dio una mezcla de cabezas de cerillo con cerveza.
Los gritos aún se escuchan en las noches sin luna, cuando los fantasmas andan sueltos.