Porque Betty era un nombre tan sublime, tan elegante, tan sutil. Yo siempre quise llamarme Betty. Betty se llamaban mis muñecas. Las de papel, las de plástico, las de trapo. La más hermosa, mi muñeca Lili-Ledy. Tomada de su mano caminábamos las dos paso a pasito. Tenía el pelo negro como el mío. Lacio. Le llegaba a la cintura. Su vestido era de terciopelo. Falda roja, blusa blanca con olán del cuello a la cintura. Tenía calcetas blancas y zapatos negros, sin correa. Zapato fino de niña rica.
Cuando cumplí XV años el vestido fue igual que el de mi muñeca Betty. No tuve fiesta. Mi madre compró pan de dulce y café negro de olla. Colocando el pan en una charola lo puso al centro de la mesa mientras los ojos de mis hermanos ubicaban el que les gustaba. 'Tonces mamá dijo: "toma tu pan, Flor de María". Yo siempre educada y modosa me levanté lentamente estirando el brazo para tomar una deliciosa concha con mucha azúcar, como me gusta hasta hoy el pan dulce. Si no tiene azúcar, nanay palomas, prefiero un bolillo.
No bien me levanté para tomarlo cuando las manos de mis hermanos, disparadas como saetas, hicieron que el pan desapareciera antes de lo que canta un gallo. Al final sólo quedó una hojaldra solitaria al centro de la charola. Una hojaldra sin azúcar. El pan más tan sin chiste me tocó en mi cumple. Ese fue mi regalo de quince años. No hubo fiesta, pero por esa anécdota bien vale la pena no haber bailado vals ni tener pastel. Ese día Los Apellidos Ilustres protagonizaron uno de los mejores momentos de mi vida, aunque me dejaran una pinche hojaldra.
Para ese entonces, Betty mi muñeca Lili-Ledy había pasado a mejor vida. Desapareció sin despedirse. ¿Qué habrá sido de ella?
Cuando jugaba con mis hermanas con las muñecas de papel, siempre de los siempres se llamaron Betty. Las recortábamos con mucho cuidado para luego irlas intercalando entre las páginas de algún libro de los que nunca faltaron en mi casa. Fue una buena temporada la de las muñecas. Todas eran Betty's. Mis muñecas de papel.
"A mí me hubiera gustado llamarme Betty", pensaba en mis adentros cuando trapeaba el piso de mi casa. A veces, platicando con sartenes y cacerolas, decía: "llámame Betty, señora cacerola". Mamá algunas veces me cachó hablando con los trastes. No me decía nada. Mamá sabía de mis rarezas así que normal para ella que yo hablara sola.
En ocasiones practicaba mi firma con el nombre de Betty. Trapeando de un lado a otro hacía pausas para practicar y practicar: Beatriz Sánchez y Ruíz Flores. Mi nombre era bonito. El nombre de la inventada en mi memoria.
Digamos que ese fue el inicio de muchos alias que fueron surgiendo a raíz de la llegada de la virtualidad.
Jennifer Natasha, Almudena Ruipérez, Nena Daconte, Jesusa Palancares, etc. Paradójicamente nunca me llamé Betty. En mis imaginarios siempre me llamé Betty. Igual nadie me llama por mi nombre. Soy Chikis, Flora, Florinda, Florencia, Floripondia, Hongo, Champy, etc. Nadie me llama Flor de María. Tan bonito mi nombre.
Mis amigos los virtuales nunca han pronunciado mi nombre porque no existo en su vida cotidiana. Los poquísimos amigos reales me llaman ¨MaLquE¨, y los imaginarios tal como yo, no existimos. RIP.
En la secundaria, conocí a la primera Betty que se cruzó en mi camino. Iba ella en 1ºA, yo en 1ºD. Nunca fuimos amigas. La observaba. Tenía un lunar grande en la cara. Muy llamativo. Esa Betty no me caía muy bien. Transcurrieron los tres años de secundaria de igual manera. Nos dejamos de ver.
Pasado el tiempo la reconocí siendo novia de la hija de la maestra América. Sí, aquella que me aventó un borrador en la cabeza por algo que no recuerdo que hice.
Betty fue la primera mujer lesbiana que conocí sin saber ni tener idea siquiera de lo que era el lesbianismo.
Ha pasado el tiempo, ya nadie se llama Betty, ni yo. Tampoco hablo con las sartenes y cacerolas. Mi firma obviamente es con mi nombre real. Ya no tengo una madre preocupada por mis rarezas. Ya no tengo nada de lo que fui. Ya no me llamo Betty.
En la actualidad, trato de llenar mi vida de escritos memoriales, sumariado de mis locuras. Sigo trapeando los pisos, haciendo de este oficio caduco toda una maestría en el arte de pasar las jergas por todos los rincones de la casa. Y escribo aí de vez en cuando para intentar ser una escribidora de pasquines sin oficio ni beneficio, tal cual mi vida es.
Alguien que sólo vive para vivir,
muriendo de a poquito cuando pasan los días sin escribir.