Sus frágiles manos tallaban con fuerza las camisetas de los hermanos pequeños. De dos en dos para poder acabar pronto la pila de ropa sucia que aguardaba al lado del lavadero esperando turno. El lavadero donde mi madre dejó sus pulmones y la mitad de su vida. Tallando y tallando llantos y sonrisas pegadas a la ropa cual mácula perenne.
La llave del agua dejaba caer en la pileta el líquido transparente enjuagando las travesuras de los hijos, marcadas en las rodillas del pantalón o en las camisas que de tanto usarse podían escribir un libro completo de aventuras ganadas con espadas de madera y soldaditos de plástico.
Aventuras vividas con los hermanos. Canicas, carritos de cartón y fichas de refresco como ruedas girando a velocidades superiores a la imaginación. Jugando ¨carreritas¨ en autopistas ilustradas con un trozo de cal o uno de tabique naranja. Cuantos sueños de niños se dibujan con sinceridad infantil.
Perder una carrera se pagaba con un chicloso o el muñeco favorito. Cuantas veces ¨El Santo¨ con su peculiar pose jugaba a ser moneda de cambio. Alueguito descansando las aventuras se compartía un dulce y se sellaba con un abrazo fraterno la amistad fraterna. Esa que pase lo que pase siempre existirá.
La tierra con la que jugaban los hermanos dejaba rastros en sus caras y cuando los sollozos llegaban por algún motivo, el camino que dejaban quedaba marcado en el pequeño rostro matizado de tierra transformada en lodo por las lágrimas. Con mano tierna la madre limpiaba con un trapo húmedo o la orilla de un delantal viejo desgarrado por el uso. Un beso rápido sellaba el lloro para ella regresar afanosa a seguir lavando gestas heróicas.
Alrededor de la casa limitando su territorio, la barda de piedras colocadas por el padre para hacer ver a los hijos que de ahí no se pasaba.
¨Nadie sale sin mi permiso¨, decía el padre con voz de trueno.
El límite de sus sueños ( si es que los sueños tienen límite), era la barrera de piedra. Sólo se podía atisbar el futuro por las rendijas entre piedra y piedra por donde los pequeñines se asomaban a ver la vida.
Echaban a volar la imaginación sin dejarla volar tan alto para tenerla a la vista, pero tan bajo para sentirla segura y que no se escapara a ningún sitio mejor que el de su casa.
La madre levantada desde muy temprano comenzaba a lavar para aprovechar las horas de silencio que antecedían al bullicio que empezaba cuando uno de los niños despertaba y este comenzaba a molestar al otro.
Y el otro al otro. Y el otro a la otra como fichas de dominó cayendo una tras otra, hasta que el más pequeño pedía con llantos urgentes un biberón para saciar el hambre matutina.
De esa manera la casa estiraba sus brazos, y con un bostezo fuerte anunciaba a mamá que era hora de preparar el desayuno. En tanto Lou con manos y paciencia de madre ignota mecía entre sus pequeños brazos al bebé llorón.
Mientras la ropa blanca que mamá había tallado quedaba tendida en las piedras para que el sol le ayudara a dejar blanca una ropa que con solo verla, no se podría adivinar de que color era antes de usarse.
Todo el día, todos los días los lazos estaban ocupados con ropa secándose.
Sin descanso la madre los llenaba con ropa mojada y dejaba que el tiempo y el sol hicieran el resto para poder meterla ya seca y de nuevo esperar cómodamente doblada a ser usada.
En las noches, cuando la mayoría de los hijos estaban dormidos, me gustaba asomarme al patio. Veía la ropa blanca colgada en los lazos moviéndose al compás del viento. La luna alumbraba con reflejos plateados un montón de entes blancos queriendo escapar de los lazos a los que estaban atados con pinzas imaginarias.
Parecían fantasmas queriendo soltarse para poder por fin, ahora si deveritas encontrar el descanso eterno.
Fantasmas limpios de dolor y de llanto sin peso que los tuviera anclados a los recuerdos de alguien.
Fantasmas que no me asustaban.
¿Cómo podían hacerlo si estaban limpios?, fantasmas buenos. Fantasmas blancos. Fantasmas lavados por las dulces manos de mi madre.
Fantasmas limpios de dolor y de llanto sin peso que los tuviera anclados a los recuerdos de alguien.
Fantasmas que no me asustaban.
¿Cómo podían hacerlo si estaban limpios?, fantasmas buenos. Fantasmas blancos. Fantasmas lavados por las dulces manos de mi madre.
Un noviembre más con el recuerdo de tu sonrisa impregnada en el suave y duce sabor de las mandarinas.
Una preciosa película en blanco y negro nos has rodado con tu escrito. Diríase que he visitado tu casa de cuando eras niña. Me ha encantado.
ResponderEliminarUn abrazo.
es cierto, aquella ropa lavada dejada al viento eran fantasmas con una historia dejada atrás.
ResponderEliminarun beso.
Un noviembre de lluvia extrema y muerte acabó con la cosecha de las mandarinas. Les Seniaes no están para risas ni alegría. Te quiero. Beso.
ResponderEliminarSalud.
Bonito cuadro nos presentas de esa infancia en la que todos nos podemos reflejar.
ResponderEliminarBesos.
Qué maravilla... qué maravilla Malque.
ResponderEliminarAdmiración!
Un beso
Más que un trabajo, o una obligación, lavar la ropa parece un castigo divino, de esos cíclicos que tanto gustaban a los griegos...
ResponderEliminarSaludos,
J.
Un maravilloso cuadro MalQue, es hermoso recordar algo tan verdad, tan sencillo y ran real.
ResponderEliminarGracias. Besos.
Sábanas y viento... al momento yo veía fantasmas en movimiento.
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