Como ustedes recordarán, hace tiempo escribí una carta con todo mi corazón a Enrique Bunbury. (He escrito cosas más bellas la mera verdá, pero no funciono con prisas).
Tenía que entregar la misiva en la noche para que llegara a sus manos al día siguiente, antes de la presentación en el Auditorio Nacional en 2019, concierto al que no quise ir por obvias razones.
Tenía que entregar la misiva en la noche para que llegara a sus manos al día siguiente, antes de la presentación en el Auditorio Nacional en 2019, concierto al que no quise ir por obvias razones.
La persona a la que entregué la carta fue a Laura. Ella se la dio a un miembro del staff en propia mano. ¡Quémoción!
Me puse muy contenta cuando me dijeron que la había recibido en sus propias manecitas suyas de él. Lo que pasó después lo supe a un año del hecho.
Dicen que la leyó detenidamente sin apartar un segundo los ojos de mi letrita tierna. Ah, eso sí, porque fue a mano, nada de a máquina fría ni cosas de esas. A la antigüita como el Dios de los carteros manda.
Hizo algunas preguntas. Quién era yo, de dónde me conocían y tal. ¡Arggggggh, muero de nerrrrvios! Lo malo fue que puse mi nombre y no el del blog. Un buuu por mi.
Luego lueguito la guardó sepa la bola dónde.
Y ya eso fue todo.
Es mucho que no es poco, peor es que ni siquiera la hubiese leído, digo yo.
Posiblemente no vuelva a verlo en toda mi perra vida. La condición actual aunada a mis circunstancias no lo permiten, pero ya nada importa. Leyó la carta y eso me puso muy feliz. Por si las moscas estoy escuchando el disco nuevo, qué tal y compuso una canción a la viejita loca que se enamoró de él a los primeros acordes de Maldito duende.
Uno nunca sabe por dónde saltará la liebre.